viernes, 21 de octubre de 2011

Hay hospitales



Hay hospitales que no sanan, ni con el tiempo, ni con el espacio.
Hay hospitales que no sanan a otros ni se sanan a si mismos.
Viven arrojados como un perro sarnoso gigante,
echado esperando por lustros,
mientras sus orejas sangrientas nadie las lame.
Hay hospitales que no curan ni siquiera al aire que se cuela por entre sus pasillos mohosos,
tampoco curan el agua que gotea a través de sus pisos porosos.
Hay hospitales sin gente,
sin camillas,
sin tubos de oxígeno,
sin enfermos.
Hay hospitales que han nacido y vivido graves,
agónicos, como un niño cianótico que ha envejecido sin darse cuenta.
Hay hospitales que parecen estacionamientos desiertos,
ruinas vivientes en medio del barrio.
Hay hospitales desmantelados por las promesas,
avasallados por plazos incumplidos,
inescrupulosamente en pie.
Hay hospitales que parecen fantasmas,
hay arquitectos que diseñaron un fantasma
y constructores que edificaron un fantasma.
Hay hospitales que en vez de doctores tienen palomas,
que en lugar de murallas tienen aire,
que en lugar de cerámica tienen musgo.
Hay hospitales que nacieron muertos
porque se caerían si la tierra se movía: pero la tierra se ha movido
y es el único muerto en pie que no camina,
pero se nos queda mirando,
sin saber si su cuerpo será devorado por el tiempo o por el desamparo.
Hay hospitales, que dan sombra a sus vecinos, que solo tapan el sol.
Hay hospitales como grandes monumentos al olvido, al desamparo, al silencio administrativo, a la desidia, a la buropatología.
Hay hospitales,
¡ay hospitales!
(para el hospital de mi barrio en la comuna de Pedro Aguirre Cerda)

sábado, 8 de octubre de 2011

Para Nelson

Dos manos tiene como dos alas, una a cada lado, demás está decirlo , pero bien sabemos que no siempre lo que está demás, necesariamente está de más. De las manos suben dos brazos que convergen en su cuerpo, ese cuerpo de la buena coincidencia, ese cuerpo que también es mío. Una de las manos tiene una cicatriz, una marca, una huella: se rasgaron los tejidos en cámara lenta mientras los rodillos de la máquina de la textil se quería comer su brazo y arrancárselo de cuajo. Metió la otra mano empuñada a la fierrosa máquina y logró salvarla. Las mujeres descabelladas por las máquinas textiles, literalmente para este caso, hicieron enriquecer al primer vendedor de pelucas de Santiago. Hay máquinas que tragan hombres y mujeres, estás son unas de ellas.

Cuando lo conocí esa cicatriz era fea y rugosa, como tantas otras que traía encima. Con el tiempo fue desapareciendo, algunas de las otras también, otras siguen latentes supongo, pero no le queda otra que aprender a vivir con ellas, como a todos.

Sus manos y sus brazos han sido mi guarida, mi manto. Pocas veces dice que me ama con las palabras que conocemos como instrumentos del mensaje, pero tiene particulares formas de hablar sin voz, de convencer sin sonido, de dar pruebas irrefutables que le permiten a una caminar y habitar el globo terráqueo con la buena sensación de sentirse amada.

Me amarra de una pata cuando me escapo del piso agarrada de la cola de un volantín, me calienta la comida cuando hace frío y me reta si no me pongo calcetines. Me cuida el alma de mi misma y del descalabro de vivir más rápido de lo que debo. Cierra las puertas que dejo abiertas y sabe que soy buena, que en el fondo soy buena.

Nos hemos herido y hemos lamido nuestras llagas con aceites sanadores del amor bravo y desmedido. Sabemos de guerras perdidas y de guerras ganadas, nos hemos fabricado cien veces nosotros mismos. Hemos sido iguales y diferentes con insistencia, hemos crecido y envejecido aprendiendo a conjugar el verbo amar bajo el agua y en el cielo.

Nada nos prometimos para siempre, pero en silencio creíamos que era bueno caminar juntos, sin promesas grandilocuentes, sin traje blanco en altares de un dios de yeso, sin pastel con escalones.

Me gusta como vibra su pecho cuando habla y como cierra los ojos cuando siente. Me gusta ser su amiga, que se ría de mis chistes y que le guste todo lo que cocino. Me carga que coma pan duro y que me mueva los zapatos cuando los dejo al lado de la cama.

Cuidó a mi abuelo cuando olvidó recordar, cuando nos amaba sin saber quienes éramos, lo bañó y le cambio los zapatos cuando se los ponía al revés.

Me aguanta las manías y me espera.

Me espera cuando me enredo en mis alborotadas ideas, en mis obstinadas luchas, en mis testarudas persistencias.

Me esperó cuando tenía 14 y el 28.

Nos hemos esperado cuando la vida ha ido mal, cuando nos hemos alejado, porque lo sabemos: siempre encontramos sentido para seguir juntos.