Me comí el miedo antes de que él me comiera a mí.
Nunca lo quise, no me quedó otra, me rodeaba insolente y se reía de mí,
como si ya hubiese ganado su batalla,
como se ríen los dueños de los caballos que han ganado en el hipódromo.
Yo era tan chica y él era tan grande y oscuro,
como la boca de los cañones de hierro que matan niños en las guerras
donde siempre los poderosos aplastan a los frágiles.
Me comí el miedo y siempre me quedó ese gusto aceitoso y amargo en la boca.
Quien ha comido miedo siente el alivio de haberle ganado a la noche sin estrellas,
al mar de tormenta, al dolor y al castigo injusto.
Nadie me pudo salvar y con el miedo me trague el temor y la desesperación.
Me tragué las calles sin salida, la esperanza pisoteada,
las maldiciones desmedidas y el camino obligado.
Me tragué también mi pequeñez y mi niñez tan incómoda,
me tragué la fragilidad pegada a la espalda,
me trague los dedos que apuntan para culpar,
los que ensucian el amor.
Me escape del fango, de la tierra podrida,
de las langostas que todo lo devoran, de las cuatro pestes.
Me escape de ser esclava del tiempo, esclava de la vitrina,
de la marca en el pantalón,
me escape de creer que el respeto se paga,
cuando no hay dinero que pague lo que solo se gana.
Me arranque del tener y me quedé en el ser.
Me paré en la vereda de los que no tienen nada que perder,
en esa vereda mal pavimentada, llamada dignidad.