martes, 6 de noviembre de 2018

Carrera sobre el techo




Miraba con detención las rugosidades de la pared. Los ladrillos, los clavos, las cuerdas que guiaban las enredaderas, el gancho de la maceta, la orilla de la ventana, lo que fuera. Se agarraba de alguna de esas formas y comenzaba a trepar. El sol del verano le caía encima de su cabeza amarilla de niño bello y gotitas saladas de traspiración coronaban su frente y la punta de su nariz. Se encaramaba tambaleando pero seguro, hacia el techo, sin pensar en nada, ni en la altura, ni en el no de la madre, ni en el promete cabro chico que no los vas a hacer de nuevo de su hermana. 

Él subía, él trepaba, él sacaba el peligro del repertorio, él solo pensaba en llegar.  Con rasguños y arrastrando telas de araña en las rodillas negras, llegaba al techo y miraba apurado a la corrida de casas del frente. 

Él había ganado, el amigo con cara roja de esfuerzo se estiraba para poder poner los pies en el techo. Desde el frente él se reía y se burlaba de la lentitud del amigo, de la torpeza, pero daba lo mismo, aun no llegaba la hora de la verdad. 

Por fin, ambos de pie. Él mira su reloj de cuarzo, tan moderno en los años ochenta, más moderno aun: con cronómetro. Levanta la mano, mira al amigo y da la orden para partir. Aprieta el botón del reloj, él controla su propio tiempo, compite además, como siempre lo hará, con él mismo. 

Ambos niños, cada uno en su propia línea de techos de casa corre sobre los tejados, como gatos chicos después de un susto. Se tambalean, rompen tejas, da lo mismo, ellos avanzan, se ríen, se gritan garabatos de un lado a otro, transpiran, mojan las poleras y surcos negros de sudor y tierra se dibujan como collares en sus cuellos.

Nada de eso ven, nada de eso importa, lo único que es importante es la meta.  Mientras corre mira la calle, las tejas, los árboles desde arriba,  el techo de los autos, a los adultos caminando y mirando con cara de espanto niños sobre el techo al borde de caer de cabeza.

Su corazón late alegre, se ríe, quiere ganar y gana. Salta de alegría, arriba del techo de la última casa, haciendo bolsa las tejas, por las cuales en las próximas lluvias se escurrirá el agua que irá a parar en baldes de gotera. El triunfo ciega ante un invierno tan lejano. Su amigo reconoce desde el frente su derrota. Ambos se bajan, como arañas agarrados con sus dedos de niños chicos en los arrugados ladrillos.

El ganador le pega un combo en la guata al perdedor, de cariño, de cariño de niño. Se ríen, se pican, se abrazan del cogote y se van a la esquina, a pensar en qué trepar, escalar y la calle y la vida les ofrece el catálogo de posibilidades.

lunes, 22 de octubre de 2018

Marcala



Las terminales nerviosas hasta hace un tiempo solo reaccionaban con un roce definido, algo monótono, técnica conocida, tediosa, pero eficaz. Zuacate, de un solo zuacate el pasado le disparó una bala de amor en el cerebro y comenzó a creer que era una buena idea pensar en retomar el amor como verbo amigo. 

Mejor compañía que el verbo soportar, mantener o preservar. Come vacío de desayuno, camina de la mano de la ausencia acompañada, de esa que duele más que la amiga soledad rotunda. 

Se acuesta con él, pero entre ellos hay un espacio frío que no activa el calor del amor, solo el del letargo que mantiene vivo pero sin ganas de vivir.

Lo dejó de amar cree, a veces piensa que no, pero lo sabe.  El corazón y el racimo de venas y arterias, empezaron sin querer a activarse con  el otro cuerpo, el del pasado. Ella duda y yo lo veo tan claro, pero se sabe: quien mira nunca habrá de saber en plenitud lo que tampoco sabe la que en frente de una se sienta a contar la historia de amor con los ojos tan llenos de plenitud. Resulta imposible refutar lo que siente.

El decoro estorba tanto en este momento que se destempla, se arriesga, desgarra la imagen que ya le incomoda: la de la buena que poco ha ganado con esa virtud a estas alturas se vuelve  vana y estúpida.
Cariño entregado en vano, rayas en el agua, esperanza defraudada hasta la saciedad.

Pasión pisoteda y azotada con el control remoto y el grito innecesario y desmesurado, por la falta mínima.
Se sienta y escucha a diario el catálogo del mundo imperfecto, de las catástrofes inmerecidas que siempre interfieren en su insuficiente pulsión por suponer la felicidad como estado probable.

Escucha pero no escucha, mueve la cabeza como si tomara atención  pero no lo hace, solo escucha un zumbido y de vez en cuando una palabra o una frase, como: estoy harto, no sé hasta cuando, hijos de puta, ni cagando, intercalado con la contingencia para él muy importante, para ella nimia, absurda, sin sentido.
Las noches serían invivibles, pero cierra los ojos y se escapa al lado del otro, al lado del bueno. 

Su ausencia da lo mismo, cierra los ojos y sonríe, pronuncia su nombre en voz baja, dibuja con sus labios esa palabra, como venganza, como refugio, como esperanza, como flotador en la tormenta, como parka forrada en la lluvia. 

Invoca y se salva de morir de pena. Claro que no le basta, pero es mejor que  la vida oscura, que las palabras que conversan y construyen esa realidad tan inhabitable.
Ella se escapa y sus anhelos y recuerdos son su propia droga, la que le ayuda a levantarse el día siguiente cuando tiene que abrir los ojos ante él y hacer como si esa puta vida fuera lo único que le queda.
Cómo lo hace para amar con las montañas tan altas entre las sílabas be y so? Cómo ahuyenta la nostalgia de cuerpo, la nostalgia de roce? Cómo enhebra delirios sin enloquecer en el eco vacío? Cómo lo hace para caminar como caminan las que no tienen el corazón hecho bolsa?

Yo la escucho y la admiro en su valentía, en su salida, en sus líneas de fuga, en su arquitectura de templo paralelo. Sufrirá, cómo no saberlo, pero entró luz a su celda, un rayo delgado que ilumina su escenario penitente. Con ese foco alumbra el encuentro fugaz, deshace la estructura del presente y  dispone un espacio temporal de paréntesis, para respirar, para sacar la cabeza de abajo del agua, y le resulta de tantas formas que raspa la felicidad. Se guarda las virutas  felices y las reparte como las migajas de pan que quitan el hambre de amor los días en que la distancia le parece invivible, injusta, insostenible.

Es tan brillante y deslumbrante en la vereda del texto, de la palabra como dispositivo y ahí delante de mí la veo titubear, sin saber qué hacer,  sin estar segura de cómo debe cerrar una puerta, sin tener la llave para abrir otra.
Yo la miro y la entiendo. Parece que estuviera sentada en su misma silla. No es fácil, siento como le aprietan sus propios zapatos. Reconozco el agobio, el globo inflado de ansiedad, de no saber que cresta hacer para no dañar de más, para no herir en vano, para que pensar en sí, no implique matar de pena a nadie. 

Esa pena presunta, detiene la acción, se confunde con los cables de amor gastado que se aparecen y con desgano parecieran aun  hacer funcionar ciertos circuitos que se confunden con los de la culpa. Hay culpa sin raspado de amor añejo? Sí? No? Ni yo sé, ella tampoco. El pensamiento tan lineal y certero en la oficina, se vuelve errático, torpe, no distingue, se enreda del todo. 

Pensar  y sentir se vuelve un revoltijo que nada ayuda a tomar decisiones seguras.

En delirio poco importa, se avanza, se procura sobrevivir. Yo la miro, yo la vivo, yo aprendo.

sábado, 1 de agosto de 2015

Esa enfermedad de mierda llamada esperanza




Esa cadena perpetua en la que se deposita la pena para que duela menos, esa anestesia del alma abatida, ese canto hipnótico, ese espejismo en el desierto.

Ese opioide legal, esa razón para no saltar al abismo, para no descalabrar la rutina, para no enceguecerse de tristeza.

Esa, la responsable de que la Lala siga adelante aun cuando sigue viendo el puesto vacío en la mesa de su casa, ese que no volvió a llenar nunca su hermano.

Esa mirada de años de la Erika por la ventana para ver si volvía.

Esa que nos ha hecho aguantar más de lo necesario, esa que con el dolor de muchos se levantó el imperio de pocos.

Esa que nos embolinó la perdiz. Esa que nos hizo creer que las cosas mejorarían con el tiempo, que la mesa sería más grande y que sería menos coja.

Esa que nos prometió alegría para todos, y que, sin embargo, hizo alegre a tan pocos.

Esa que le entregamos a otros para que la administrara, aunque nos dijeron que sería en la medida de lo posible.

Esa que se conformó con migajas para no morir de hambre, esa que nos hizo sentir razonables las renuncias, porque después podríamos avanzar.

Esa que nos hizo creer, aunque nos asaltaba la duda.

Esa que nos hace no perder la fe, aunque ya tengamos pruebas de que nuestras dudas eran fundadas.

Esa misma puta esperanza que con su manto da alivio al que recibe el sueldo miserable que nos engrupimos en creer que es justo, claro, porque no es para nosotros.

Esa que le hace volver al católico a su iglesia, porque confía en que algún día esta será buena y noble, aunque aun tenga tan pocas pruebas de ello.

Esa que hace confiar que el clero vivirá en la pobla con la
pasta base hasta el cogote, porque esa es la cuna del hijo del carpintero.

Esa, esa es la misma que hace creer que los poderosos que se llenan los bolsillos compartirán sus ganancias con su trabajadores, los políticos le darán poder a sus bases y las renuncias no afectarán a los mismos de siempre.

Es esa misma, es esa puta esperanza a la que no vamos a renunciar para seguir creyendo que de los grises cuarteles saldrá la capturada verdad para hacer florecer la justicia.

Pero sépanlo: la esperanza es una enfermedad curable y un día de estos, ese día que menos se espera, es probable que nos cansemos de esperar.

viernes, 28 de septiembre de 2012

Pierre Dubois: de esa iglesia, la buena.






Los reyes magos siguieron la estrella hacia Belén para llegar al Cristo pobre, hijo de pesebre. Pierre Dubois se vino de Francia, sin mirra ni incienso a buscar al Cristo que sufre a la Población La Victoria, tierra victoriosa de los pobres sin casa que se organizaron para dar forma a la primera toma más importante de pobladores de América Latina, aquí, en las tierras que ahora llevan el nombre del Presidente Maestro, ese que decía que gobernar era educar: Pedro Aguirre Cerda.

La pobreza es dura, pero más dura lo es cuando el gobernador de la comarca lo hace con sable y bala, cuando usurpa a los hijos, a los padres y a las mujeres que no le siguen el amén ,y los lleva a la sombra de la reja injusta, a la parrilla, al destino incierto, al destierro obligado y condena a las familias dolientes y al Pueblo todo, al silencio administrativo, a la pregunta sin respuesta, a la humillación de hacer sentir que hay vidas que no valen, que no importan, que son obstáculo para su plan de espanto.

Así, el Cristo moría, era encarcelado, exiliado y desaparecía, como las palabras que se lleva el viento y la Iglesia de dios lo sabía. Como no habría de saberlo, si los creyentes, y los no tanto, recurrían a ella inventando la fe si era necesario, para poder defender la vida, por la vida, aunque costara la vida.

Pero sépase que hay “cristos” y “Cristos” y la embajadora de dios en la tierra no siempre corrió a Belén a salvar a Jesús oprimido y vulnerado. A pesar de aquello, Pierre llegó a Belén con André, quien fue acribillado por una bala de Pilato, puesta en las armas de gobernador de la comarca, que atravesó las paredes de su casa para llevarlo a los brazos del padre celestial, como mueren los que no tienen nada que perder.

Es que al señor de la oscuridad poco y nada le gustaba el cura rojo, el que comía en la olla común, el que no solo se dedicaba al mantra hipnótico del rosario mariano. Le gustaba más el curita de mejillas rosadas, de anillo grande, ciego en la blancura de sus ojos poseídos por el amor al dios de los cielos, que no era necesariamente el dios de la tierra, al menos no de esta tierra. “¿Qué es esa tontera de hablar de justicia, de hermandad, de que todos somos iguales?” cualquiera lo sabe hace rato: solo los iguales son iguales.


Pero Cristo, el pobre, es orejero de algunos que llevan sotana, como André, como Gerardo, como Mariano, como Pierre y obstinados buscan sus belenes y combaten a los Pilatos que a veces mal gobiernan o a los Pilatos que atontan con la droga a sus propios hermanos.

Pierre, tú que ahora estás en los cielos, sigue abriendo los ojos de los ciegos y las orejas de los sordos con se alcoholizan con encuestas autocomplacientes que los hacen sentir que “todo está bien”, que le ganaron la batalla a la pobreza, cuando nunca en su vida han sabido, ni van a saber realmente, lo que es ser pobre, porque no es a su hijo al que le meten pasta desde los doce años, porque sus hijos no van a nuestras escuelas, porque no se atienden en nuestro hospitales, porque no usan nuestras micros.

Pierre, tú nos enseñaste a los ateos que podía existir un dios bueno y en ese es que mucho creímos al verte a ti, al ver a André o al ver al Gerardo en La Legua, porque cuando uno los escucha hablar y los ve trabajar, recupera la esperanza de que algo puede quedar de esa iglesia, de la Iglesia buena.






sábado, 9 de junio de 2012


Huelen a asesinos





Huelen a flores muertas
a alambre oxidado
a sangre seca
a pelo chamuscado.

Huelen a calvario
a baño sucio
a fango negro
a piel quemada.

Huelen a barbarie
a palomas masacradas
a pan envenenado
a vidrio molido.

Huelen a moho
a flemas
a moco
a llanto.

Huelen ausencias
a destierro
a fosas
a pólvora.

Huelen a parrilla eléctrica
a pieza oscura
a tanto dolor
a tanto maldito dolor.

lunes, 19 de marzo de 2012

Tapetes subversivos




“Llegaban a la población buscando: ¿dónde están las viejas que hacen las arpilleras?Por eso cosíamos de noche poniendo una frazada en la ventana, para que no vieran la luz prendida. Cuando las arpilleras estaban listas, las metíamos en un tarro, las amarrábamos con una soga y las colgábamos en los pozos negros para que no las encontraran si allanaban”.

Algunos iban a los tribunales a denunciar, otros/as cantaban para exorcizar la injusticia. También se organizaban en los partidos clandestinos o se trabajaban y se protegían en la iglesia, cuando ésta era buena y noble. Buena parte de ello/as en las poblaciones hacían ollas comunes para sobrevivir al hambre.

Otras, juntaban trapitos y los pegaban con hilo, para mostrar lo que pasaba y también como un mecanismo para llevar plata para la casa y dar de comer a la familia, cuando el trabajo era esquivo. Ellas hacían arpilleras.

La prensa las acusaba de hacer “tapetes subversivos”, “tapetes difamatarios”: pecadoras organizadas con aguja e hilo para enlodar la imagen de los señoritos militares que estaban en palacio.

Bordaba María el dolor de los muertos, de los encarcelados, bordaba la pena y con puntadas coloridas bordaba también la esperanza. Bordaba Patricia toda la noche para poder en el día atender a los niños, cocinar y limpiar. Bordaban las palabras silenciadas, las que se murmuraban con sigilo, Se bordaba para no rendirse, para dar testimonio de que al dolor se sobrevive gracias a cada puntada.

Bordaban a los “empuja potos”, que no era otros que los que empujaban a la gente perseguida por el régimen por sobre las paredes a las embajadas para salvarles el pellejo. Bordaban las marchas, bordaban la lejanía del hermano exiliado, la desesperación de las madres que buscan, bordaban el alma de los que la habían vendido al diablo y que disparaban al pueblo. Bordaban la maldad concurrente y la esperanza inquebrantable.

La semana pasada fui al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos a aprender de las maestras arpilleristas a registrar la historia, a invocar el pasado doloroso atragantado en la garganta, a aprender las puntadas que ahuyentan el verbo olvidar. Como retazos de tela, con mis compañeras sacamos los trapitos de nuestras historias para estirarlos como se estiran las sábanas para que tomen el sol y como lo hacen las maestras, los trapitos se fueron cosiendo, con las puntadas de la palabras, de las sonrisas, de la escucha atenta, para terminar aprendiendo que las mujeres cuando cosen, también cosen un “nosotras” que les ayuda a ser mejores de lo que eran antes.

Yo no sé cantar, ni sé llevar causas a los tribunales cuando la justicia se vuelve injusta. Escribo un poco a veces para que las cosas que pasan, o pasaron no se vayan en el agua y se vuelvan invisibles. Pero ahora se hablar a través de una arpillera, con trapitos con flores, con retazos oscuros, con hilitos delgados, ahora aprendí a hablar sin sonido y a escribir sin palabras.

domingo, 15 de enero de 2012

Ornitomancia


Teresías dejó de ver la luz del sol. Pálido, vio que el día se volvió noche para siempre. La piel de Atenea se veía suave mientras el agua la acariciaba en la fuente Hipocrane, sin tener necesidad de tocarla, su textura se percibía con el nervio ocular, que ya sabemos, muchas veces hace mucho más que solo ver. Casta, púdica, aturdida por el ojo impertinente, Atenea, orfebre de la calamidad de Teresías lo vuelve ciego en la falda del Monte Helicón: un mortal jamás debió osar dirigir su mirada a su cuerpo desnudo y ese atrevimiento se castiga.

Cariclo, madre de Teresías, le ruega a Atenea el perdón. La súplica venía desde las entrañas, pero bien lo sabemos, en los actos de los dioses no hay vuelta atrás. Sin embargo, Atenea, lo pensó. Piadosa dio a Teresías otro don, que de cierta manera también es la posibilidad de ver: Teresías adquirió el don de comprender el lenguaje de los pájaros.

Cierra los ojos y escucha a las aves y probablemente algo de lo que no puedes ver comprenderás, como lo hacía el ciego Teresías. Yo no lo logré, al menos hasta ahora, sin embargo, mirar a los pájaro, al igual que a las plantas, deja buenas lecciones para la vida.

Cuatro aves me han deslumbrado por diferentes razones y algo de ellas he aprendido.

Una vez, estaba al frente de la Posta Central y un taxi avanzó a velocidad normal cuando la luz dio verde. Las palomas que estaban en la calle volaron: todas, menos una. La rueda avasalladora le trituró tres cuartas partes del cuerpo, menos el ala y la cabeza. Muerta en vida por uno minutos, siguió aleteando, y las palomas se devolvieron a verla, tratando de entender con su enano cerebro lo que sucedía. La paloma solo era una ala y una cabeza, lo demás era una delgada película sangrienta con plumas: era y no era una paloma al mismo tiempo. Estaba tan muerta como viva, espantosa simultaneidad que duraría unos cinco minutos, no más que eso, ni menos tampoco. El horror y la esperanza en cinco minutos. La vida y la muerte en el punto exacto donde se juntan ambas rectas. Fue tan rápido para el observador y, de seguro, tan lento para la paloma.

Otro día, probablemente antes o después, eso ya no viene al caso, el sol se escondía y yo estaba en el centro de Santiago, era otoño. Debía sacar plata en un cajero automático: era la primera vez que lo hacía. Entro, paso la tarjeta y obtengo el dinero. Al salir miro el suelo y había un picaflor muerto. Sus plumas eran verde tornasol, era tan pequeño y frágil y aún muerto seguía siendo hermoso. Nunca vi un picaflor inmóvil. En el campo y, rara vez en el patio de mi abuela, se les veía revoloteando con sus alitas casi invisibles, con su piquito dentro de las dulces flores. La única explicación posible, es que haya vivido, o sobrevivido alguna vez, en el Cerro Santa Lucía, pues sépalo el lector que no conoce Santiago: en nuestra ciudad no hay picaflores. Yo lo miré y admiré, lo suficiente como para no olvidarlo.

Cuando fue el terremoto del 2010, a pesar de la crudeza del movimiento que despertó a gran parte de Chile a las 3 de la mañana, yo decidí seguir durmiendo después de corroborar que al familia y los vecinos estuvieran bien. Solo quedaba dormir, al menos para mí. Nunca le he tenido miedo a los temblores, aunque debo reconocer que este supero mis expectativas, en algún momento pensé que un movimiento podía ser tan fuerte que podía hacer desparecer la humanidad y el planeta, pero como ante aquello tampoco se puede hacer, mi opción y la de mi familia fue resguardarnos y resignarnos: ambas cosas al mismo tiempo. Santiago no tiene costa, por lo tanto la posibilidad de un Tsunami no era posible y eso era un gran alivio. Al amanecer, el trino de una ave extraña me despertó: era una gaviota. Llamó a mi hija y mi esposo y por la ventana vemos volar a una desconcertada gaviota, perdida, sin rumbo, buscando mar y solo viendo cemento, cemento y más cemento. La tierra se mueve, las aves se pierden, y las personas de cierta forma, y en cierto, plano también.

Hace unos días paseaba a mi perro para secarlo con el sol, pues lo había bañado. A las doce del día es la mejor hora para bañar a un perro en enero, pues se seca muy rápido si uno lo hace correr por la calle donde los rayos caen perpendiculares. Lo llevo a su paseo correspondiente, y en medio de la calle veo algo como un papel plomo, que se mueve, pequeño, como estuviera pegado al piso. Me acerco y me doy cuenta que es un zorzal bebé, hermoso. Está muriendo. Solo mueve un ala y su corazón late muy fuerte dentro de sus frágiles costillas. Lo tomo en mi mano y lo llevo a casa para que al menos muera en la sombra, más aliviado. Dejarlo ahí significaba, en el mejor de los casos morir quemado por el sol, y en el peor de los casos, morir atropellado de una vez. Aunque en honor a la verdad eso de morir rápido y de una buena vez ,tal vez era mejor, pero de todos modos lo lleve a casa.

Todos los días en la mañana les tiro migas a los pájaro y me escondo tras la cortina a ver como se las comen. Me gusta ver como llaman a otros pájaros o como los más pequeños mueven las alas y las madres y padres le dan miguitas en su piquitos. Siempre pienso en que sería muy bueno poder tomarlos y tocarles sus plumitas, pero esto no funciona así: ellos son libres y yo me conformo con verlos. Tal vez por eso es que me gusta tomar los pajaritos aunque estén agónicos, porque se quedan quietos, mansos como si fueran una mascota, aunque no lo sean.

El zorzal agónico tenía el pico abierto, no lo cerraba, así que yo le di agua con mi mano. De mala gana la tragaba, porque no le quedaba otra, no tenía fuerza para esquivar ni cerrar el pico. Cerraba los ojos, se iba a dormir para siempre. Le mojé un poquito las plumitas para que se aliviara del calor. He visto a sus parientes juguetear en los regadores del parque, por lo tanto no parecía descabellado aliviar su muerte inminente. “Está en la fase de muerte digna”, recuerdo que dijo un doctor cuando mi suegra agonizaba en el hospital y eso no es otra cosa que reconfortar el dolor, acunada en opioides que hacen el tránsito hacia el más allá más tenue, más suave, más imperceptible. Algo así yo pensaba en dar al zorzal, por eso lo puse en una maceta en la sombra, a la orilla de mi ventana para poder ver que nada lo perturbara. Le dejé una gran miga para que, si lo requería, comiera, pero su pico no se cerraba, su corazón se escapaba y su ojos cada vez estaban más tiempo cerrados.

Yo lo miraba morir y era triste y bello a la vez: al menos no había un calor infernal sobre él, y ya no vería acercarse una rueda mortal. Yo había cocinado arroz y la Camila me dijo que moliera unos granos con agua y se los diera, como las papillas que le dan las madres a sus crías. Tomé dos granos y los trituré con agua y los puse en mi mano. Llego a la maceta para darle la mazamorra y el zorzal estaba de pie, me mira con sus ojos hermosos abiertos y se va volando, con sus plumitas húmedas, como si nada hubiera pasado, como si nada hubiera pasado.

¿Que diría Teresías haciendo uso de su don celestial? Nada sé de ornitomancia, pero a veces no es necesario quedar ciego por la mano de Atenea para sacar lecciones del fortuito encuentros con las aves en la vida. Uno aprende de la vida en la medida que logra dar significado a pequeñas situaciones, que tal vez para muchos otros son insignificantes. Los pájaros se leen, como se leen las plantas, como se lee el clima, como se lee la historia de las personas.

Los pájaros me enseñaron de la fragilidad de la vida, de la hermosura inmóvil que no se puede pagar con un puñado de billetes, aprendí de la descolocación, del desconcierto y aprendí que siempre se puede uno levantar y escaparse de la desgracia para salir volando como si nada hubiera pasado: como si nada hubiera pasado.