“Llegaban a la población buscando: ¿dónde están las viejas que hacen las arpilleras?Por eso cosíamos de noche poniendo una frazada en la ventana, para que no vieran la luz prendida. Cuando las arpilleras estaban listas, las metíamos en un tarro, las amarrábamos con una soga y las colgábamos en los pozos negros para que no las encontraran si allanaban”.
Algunos iban a los tribunales a denunciar, otros/as cantaban para exorcizar la injusticia. También se organizaban en los partidos clandestinos o se trabajaban y se protegían en la iglesia, cuando ésta era buena y noble. Buena parte de ello/as en las poblaciones hacían ollas comunes para sobrevivir al hambre.
Otras, juntaban trapitos y los pegaban con hilo, para mostrar lo que pasaba y también como un mecanismo para llevar plata para la casa y dar de comer a la familia, cuando el trabajo era esquivo. Ellas hacían arpilleras.
La prensa las acusaba de hacer “tapetes subversivos”, “tapetes difamatarios”: pecadoras organizadas con aguja e hilo para enlodar la imagen de los señoritos militares que estaban en palacio.
Bordaba María el dolor de los muertos, de los encarcelados, bordaba la pena y con puntadas coloridas bordaba también la esperanza. Bordaba Patricia toda la noche para poder en el día atender a los niños, cocinar y limpiar. Bordaban las palabras silenciadas, las que se murmuraban con sigilo, Se bordaba para no rendirse, para dar testimonio de que al dolor se sobrevive gracias a cada puntada.
Bordaban a los “empuja potos”, que no era otros que los que empujaban a la gente perseguida por el régimen por sobre las paredes a las embajadas para salvarles el pellejo. Bordaban las marchas, bordaban la lejanía del hermano exiliado, la desesperación de las madres que buscan, bordaban el alma de los que la habían vendido al diablo y que disparaban al pueblo. Bordaban la maldad concurrente y la esperanza inquebrantable.
La semana pasada fui al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos a aprender de las maestras arpilleristas a registrar la historia, a invocar el pasado doloroso atragantado en la garganta, a aprender las puntadas que ahuyentan el verbo olvidar. Como retazos de tela, con mis compañeras sacamos los trapitos de nuestras historias para estirarlos como se estiran las sábanas para que tomen el sol y como lo hacen las maestras, los trapitos se fueron cosiendo, con las puntadas de la palabras, de las sonrisas, de la escucha atenta, para terminar aprendiendo que las mujeres cuando cosen, también cosen un “nosotras” que les ayuda a ser mejores de lo que eran antes.
Yo no sé cantar, ni sé llevar causas a los tribunales cuando la justicia se vuelve injusta. Escribo un poco a veces para que las cosas que pasan, o pasaron no se vayan en el agua y se vuelvan invisibles. Pero ahora se hablar a través de una arpillera, con trapitos con flores, con retazos oscuros, con hilitos delgados, ahora aprendí a hablar sin sonido y a escribir sin palabras.