Miraba con detención
las rugosidades de la pared. Los ladrillos, los clavos, las cuerdas que guiaban
las enredaderas, el gancho de la maceta, la orilla de la ventana, lo que fuera.
Se agarraba de alguna de esas formas y comenzaba a trepar. El sol del verano le
caía encima de su cabeza amarilla de niño bello y gotitas saladas de
traspiración coronaban su frente y la punta de su nariz. Se encaramaba
tambaleando pero seguro, hacia el techo, sin pensar en nada, ni en la altura,
ni en el no de la madre, ni en el promete cabro chico que no los vas a hacer de
nuevo de su hermana.
Él subía, él trepaba, él sacaba el peligro del repertorio,
él solo pensaba en llegar. Con rasguños
y arrastrando telas de araña en las rodillas negras, llegaba al techo y miraba
apurado a la corrida de casas del frente.
Él había ganado, el amigo con cara
roja de esfuerzo se estiraba para poder poner los pies en el techo. Desde el
frente él se reía y se burlaba de la lentitud del amigo, de la torpeza, pero
daba lo mismo, aun no llegaba la hora de la verdad.
Por fin, ambos de pie. Él
mira su reloj de cuarzo, tan moderno en los años ochenta, más moderno aun: con
cronómetro. Levanta la mano, mira al amigo y da la orden para partir. Aprieta
el botón del reloj, él controla su propio tiempo, compite además, como siempre
lo hará, con él mismo.
Ambos niños, cada uno en su propia línea de techos de
casa corre sobre los tejados, como gatos chicos después de un susto. Se
tambalean, rompen tejas, da lo mismo, ellos avanzan, se ríen, se gritan
garabatos de un lado a otro, transpiran, mojan las poleras y surcos negros de
sudor y tierra se dibujan como collares en sus cuellos.
Nada de eso ven, nada
de eso importa, lo único que es importante es la meta. Mientras corre mira la calle, las tejas, los árboles
desde arriba, el techo de los autos, a
los adultos caminando y mirando con cara de espanto niños sobre el techo al
borde de caer de cabeza.
Su corazón late alegre, se ríe, quiere ganar y gana. Salta
de alegría, arriba del techo de la última casa, haciendo bolsa las tejas, por
las cuales en las próximas lluvias se escurrirá el agua que irá a parar en
baldes de gotera. El triunfo ciega ante un invierno tan lejano. Su amigo
reconoce desde el frente su derrota. Ambos se bajan, como arañas agarrados con
sus dedos de niños chicos en los arrugados ladrillos.
El ganador le pega un combo en la guata al perdedor, de
cariño, de cariño de niño. Se ríen, se pican, se abrazan del cogote y se van a
la esquina, a pensar en qué trepar, escalar y la calle y la vida les ofrece el
catálogo de posibilidades.