domingo, 15 de enero de 2012

Ornitomancia


Teresías dejó de ver la luz del sol. Pálido, vio que el día se volvió noche para siempre. La piel de Atenea se veía suave mientras el agua la acariciaba en la fuente Hipocrane, sin tener necesidad de tocarla, su textura se percibía con el nervio ocular, que ya sabemos, muchas veces hace mucho más que solo ver. Casta, púdica, aturdida por el ojo impertinente, Atenea, orfebre de la calamidad de Teresías lo vuelve ciego en la falda del Monte Helicón: un mortal jamás debió osar dirigir su mirada a su cuerpo desnudo y ese atrevimiento se castiga.

Cariclo, madre de Teresías, le ruega a Atenea el perdón. La súplica venía desde las entrañas, pero bien lo sabemos, en los actos de los dioses no hay vuelta atrás. Sin embargo, Atenea, lo pensó. Piadosa dio a Teresías otro don, que de cierta manera también es la posibilidad de ver: Teresías adquirió el don de comprender el lenguaje de los pájaros.

Cierra los ojos y escucha a las aves y probablemente algo de lo que no puedes ver comprenderás, como lo hacía el ciego Teresías. Yo no lo logré, al menos hasta ahora, sin embargo, mirar a los pájaro, al igual que a las plantas, deja buenas lecciones para la vida.

Cuatro aves me han deslumbrado por diferentes razones y algo de ellas he aprendido.

Una vez, estaba al frente de la Posta Central y un taxi avanzó a velocidad normal cuando la luz dio verde. Las palomas que estaban en la calle volaron: todas, menos una. La rueda avasalladora le trituró tres cuartas partes del cuerpo, menos el ala y la cabeza. Muerta en vida por uno minutos, siguió aleteando, y las palomas se devolvieron a verla, tratando de entender con su enano cerebro lo que sucedía. La paloma solo era una ala y una cabeza, lo demás era una delgada película sangrienta con plumas: era y no era una paloma al mismo tiempo. Estaba tan muerta como viva, espantosa simultaneidad que duraría unos cinco minutos, no más que eso, ni menos tampoco. El horror y la esperanza en cinco minutos. La vida y la muerte en el punto exacto donde se juntan ambas rectas. Fue tan rápido para el observador y, de seguro, tan lento para la paloma.

Otro día, probablemente antes o después, eso ya no viene al caso, el sol se escondía y yo estaba en el centro de Santiago, era otoño. Debía sacar plata en un cajero automático: era la primera vez que lo hacía. Entro, paso la tarjeta y obtengo el dinero. Al salir miro el suelo y había un picaflor muerto. Sus plumas eran verde tornasol, era tan pequeño y frágil y aún muerto seguía siendo hermoso. Nunca vi un picaflor inmóvil. En el campo y, rara vez en el patio de mi abuela, se les veía revoloteando con sus alitas casi invisibles, con su piquito dentro de las dulces flores. La única explicación posible, es que haya vivido, o sobrevivido alguna vez, en el Cerro Santa Lucía, pues sépalo el lector que no conoce Santiago: en nuestra ciudad no hay picaflores. Yo lo miré y admiré, lo suficiente como para no olvidarlo.

Cuando fue el terremoto del 2010, a pesar de la crudeza del movimiento que despertó a gran parte de Chile a las 3 de la mañana, yo decidí seguir durmiendo después de corroborar que al familia y los vecinos estuvieran bien. Solo quedaba dormir, al menos para mí. Nunca le he tenido miedo a los temblores, aunque debo reconocer que este supero mis expectativas, en algún momento pensé que un movimiento podía ser tan fuerte que podía hacer desparecer la humanidad y el planeta, pero como ante aquello tampoco se puede hacer, mi opción y la de mi familia fue resguardarnos y resignarnos: ambas cosas al mismo tiempo. Santiago no tiene costa, por lo tanto la posibilidad de un Tsunami no era posible y eso era un gran alivio. Al amanecer, el trino de una ave extraña me despertó: era una gaviota. Llamó a mi hija y mi esposo y por la ventana vemos volar a una desconcertada gaviota, perdida, sin rumbo, buscando mar y solo viendo cemento, cemento y más cemento. La tierra se mueve, las aves se pierden, y las personas de cierta forma, y en cierto, plano también.

Hace unos días paseaba a mi perro para secarlo con el sol, pues lo había bañado. A las doce del día es la mejor hora para bañar a un perro en enero, pues se seca muy rápido si uno lo hace correr por la calle donde los rayos caen perpendiculares. Lo llevo a su paseo correspondiente, y en medio de la calle veo algo como un papel plomo, que se mueve, pequeño, como estuviera pegado al piso. Me acerco y me doy cuenta que es un zorzal bebé, hermoso. Está muriendo. Solo mueve un ala y su corazón late muy fuerte dentro de sus frágiles costillas. Lo tomo en mi mano y lo llevo a casa para que al menos muera en la sombra, más aliviado. Dejarlo ahí significaba, en el mejor de los casos morir quemado por el sol, y en el peor de los casos, morir atropellado de una vez. Aunque en honor a la verdad eso de morir rápido y de una buena vez ,tal vez era mejor, pero de todos modos lo lleve a casa.

Todos los días en la mañana les tiro migas a los pájaro y me escondo tras la cortina a ver como se las comen. Me gusta ver como llaman a otros pájaros o como los más pequeños mueven las alas y las madres y padres le dan miguitas en su piquitos. Siempre pienso en que sería muy bueno poder tomarlos y tocarles sus plumitas, pero esto no funciona así: ellos son libres y yo me conformo con verlos. Tal vez por eso es que me gusta tomar los pajaritos aunque estén agónicos, porque se quedan quietos, mansos como si fueran una mascota, aunque no lo sean.

El zorzal agónico tenía el pico abierto, no lo cerraba, así que yo le di agua con mi mano. De mala gana la tragaba, porque no le quedaba otra, no tenía fuerza para esquivar ni cerrar el pico. Cerraba los ojos, se iba a dormir para siempre. Le mojé un poquito las plumitas para que se aliviara del calor. He visto a sus parientes juguetear en los regadores del parque, por lo tanto no parecía descabellado aliviar su muerte inminente. “Está en la fase de muerte digna”, recuerdo que dijo un doctor cuando mi suegra agonizaba en el hospital y eso no es otra cosa que reconfortar el dolor, acunada en opioides que hacen el tránsito hacia el más allá más tenue, más suave, más imperceptible. Algo así yo pensaba en dar al zorzal, por eso lo puse en una maceta en la sombra, a la orilla de mi ventana para poder ver que nada lo perturbara. Le dejé una gran miga para que, si lo requería, comiera, pero su pico no se cerraba, su corazón se escapaba y su ojos cada vez estaban más tiempo cerrados.

Yo lo miraba morir y era triste y bello a la vez: al menos no había un calor infernal sobre él, y ya no vería acercarse una rueda mortal. Yo había cocinado arroz y la Camila me dijo que moliera unos granos con agua y se los diera, como las papillas que le dan las madres a sus crías. Tomé dos granos y los trituré con agua y los puse en mi mano. Llego a la maceta para darle la mazamorra y el zorzal estaba de pie, me mira con sus ojos hermosos abiertos y se va volando, con sus plumitas húmedas, como si nada hubiera pasado, como si nada hubiera pasado.

¿Que diría Teresías haciendo uso de su don celestial? Nada sé de ornitomancia, pero a veces no es necesario quedar ciego por la mano de Atenea para sacar lecciones del fortuito encuentros con las aves en la vida. Uno aprende de la vida en la medida que logra dar significado a pequeñas situaciones, que tal vez para muchos otros son insignificantes. Los pájaros se leen, como se leen las plantas, como se lee el clima, como se lee la historia de las personas.

Los pájaros me enseñaron de la fragilidad de la vida, de la hermosura inmóvil que no se puede pagar con un puñado de billetes, aprendí de la descolocación, del desconcierto y aprendí que siempre se puede uno levantar y escaparse de la desgracia para salir volando como si nada hubiera pasado: como si nada hubiera pasado.

2 comentarios:

Unknown dijo...

es maravilloso que asi sea
asi sentir que despegamos o que llueven polvos minerales de colores sobre nusestros cuerpos que se elevan despues de una tomenta
es muy hermoso también porque cuando somos pájaros y nos sucede algo como esto siempre ha habido una mano que desde otra dimensión que nos da lectura y atiende en la medida que comprende nuestro canto

8 de marzo 8 mujeres dijo...

No se si existe dios alguno, quizá nunca lo sepa, pero la conexión y significación de los eventos dejan huellas en las personas, de seguro como lo haría un dios.