(Que bueno saber que él también me ama. Es como un alivio. Siento como si toda mi vida hubiera estado nadando en el mar, a punto de ahogarme y por fin hubiese encontrado tierra firme. Algo así como una isla llena de frutas dulces y jugosas, con paneras llenas de pan caliente con mantequilla y llena de esponjosas frazadas que me aseguran no volver a sentir frío nunca más mientras siga respirando).
Yo transito hace ya un par de años en mi pistera por la ciclovía de República. Me vengo desde el departamento por la vereda ancha de Beaucheff, al otro lado del parque, opción bastante más amigable que la incomoda ciclovía al lado del Club Hípico, que la debe haber hecho alguien que antes trabajaba haciendo acrobacias en la cuerda floja de un circo, de otra forma no se explica tanta estrechez. Luego cruzo Blanco y bajo hasta República y de ahí llego en un minuto a la panadería, que está justo en la esquina con Alameda.
Yo soy administrador de la panadería que heredó mi padre, pero en realidad es solo un trabajo que me permite ahorrar para cumplir mi sueño, poner un gran taller para reparar bicicletas. Sé que es algo tonto, en tiempos en que todos piensan en tener autos grandes y competencia laboral extrema. Pensar en tener un taller para reparar bicis parece freak, más aun si uno siguió al pie de la letra el sueño de la madre y sin darse cuenta fue parar a una ceremonia de graduación con el título de contador auditor en la mano, que cuelga en la primera pared que uno ve al entrar a casa.
Como es que uno se vuelve una máquina de cumplir los sueños de otros? Yo nunca quise ser contador, siempre quise tener un taller porque amo las bicicletas, desde niño las amé. A lo 12 años ya podía desarmar y volver a armar una bicicleta completa. La primera que desarmé fue una Easton que tenía mi primo. Era muy vieja, de esas que les dicen “camello”, muy pesada y con frenos de varilla. Una tarde los dos realizamos la faena mientras comíamos jugo en polvo. El jugo en polvo tiñó sus labios de rojos y a mí me gustó, no solo el jugo, también mi primo, y eso no estaba bien, no estaba bien.
Mi primo me dijo: “¿por qué me mirai así? ¿te gusto?” y yo le dije:”sale maricón” y lo empuje, el jugo saltó y se puso a estornudar. Nos cagamos de la risa, fue gracioso y triste, porque, era verdad, era maricón o por lo menos ahí me empezaba a dar cuenta de que algo no era como se suponía que tenía que ser.
Siempre fui “machito” y bueno pa los combos. Nunca fui de esos que le gustaba jugar con muñecas, ni pintarse con el maquillaje de la mamá. Pero me gustaban los niños, aunque hubiera dado la mitad de mi vida porque eso un fuera de ese modo.
Todos sabían en el barrio que era bueno para arreglar bicicletas así que cuando alguien tenía algún problema siempre la llevaba a la casa. Mi mamá decía que era bueno ganarse unos pesos de ese modo, pero me prohibía dejar bicis ajenas en la casa, por esta razón si alguien llegaba con un desperfecto tenía que arreglarla en el momento, lo que más le gustaba a mis clientes.
Con lo que ahorré 6 años reparando bicis, me compré la pistera que tengo hasta ahora. Me la vendió un ciclista que participó en los juegos panamericanos y es algo así como una joyita, con el tiempo le ido cambiando accesorios para que se vea aun mejor.
Todos los días me voy en bici a la panadería y el primer domingo de cada mes, subo al Cajón del Maipo con el Marco y el Rorro. Ellos eran compañeros míos en el liceo, saben que soy hueco, pero no están ni ahí, aunque me huevean siempre, yo me cago de la risa con ellos. Ninguno de los dos me gusta, ni me gustó nunca, no son mi tipo.
Desde julio, al volver en la tarde por República, empecé a verlo en la esquina , fuera de la universida esperando micro, fumando un pucho sin prisa, cansado, algo viejo, algo bueno, algo noble, algo suave. Me llamaba la atención su bolsón de cuero, tan grande, tan bonachón. Qué llevaría dentro? Tal vez libros o pruebas, en un barrio universitario, la posibilidad de ser estudiante o profesor no es baja.
Tenía cierto gesto particular, tocaba su ceja con el índice como buscando algo, como pensando. Era algo así como un escudo para cobijar el silencio, que envuelve aquello de lo que no se habla, lo que no ha tenido palabras y probablemente aun no las tendrá.
Cierto día yo iba pasando por su lado en la bici y noté que se tocaba los bolsillos de la chaqueta y los del pantalón con un cigarro sin encender en los labios. Vi que en el suelo, detrás de él estaba su encendedor y se lo señalé. El entendió el gesto lo recogió y dijo “gracias” y yo seguí avanzando, como si no me importara, como si fuera una agradecimiento cualquiera, pero me llevé el “gracias” repitiéndolo, como si al pronunciarlo le hubiera robado la palabra y pudiera besarla al repetirla.
Toda la vida he amado en silencio, nunca he estado con los hombres que he amado, nunca se han enterado si quiera. Soy cobarde y trato de no pensar en eso, por eso cuando estoy en la casa lleno mi cabeza de bicicletas, de rayos, de repuestos y así los días se hacen menos tristes y también más cortos.
Tengo 25 años y no quiero pensar que toda mi vida va a ser así. Quiero ser feliz, pero realmente no sé cómo se hace. Es más fácil armar una bicicleta, incluso aquellas que han sido chocadas. Las piezas tienen siempre su lugar, su orden, pero armar la vida, es harto más difícil, ser gay no es fácil.
El jueves en la mañana yo estaba en la caja de la panadería reemplazando a la cajera que había ido a pedir hora al registro civil para casarse. Estaba haciendo montones de moneda de cien pesos cuando por la ventanilla aparece una mano izquierda con un billete de cinco lucas y un vale. La mano tenía una argolla de oro blanco, era la mano de él. Al recibir el dinero me reconoció y me dio otra vez las gracias por el encendedor, dijo que se lo había regalado su hija mayor y que de no ser por mí, lo habría perdido, pues ya se estaba devolviendo a revisar si lo había olvidado en la sala de la universidad.
Yo escuchaba y no escuchaba al mismo tiempo, lo miraba de seguro como un idiota, sin creerlo, pero con cara de cajero eficiente, que en segundos entrega el vuelto justo sin pesar si quiera. Lo miré y le dije: ”de nada, me alegro de haber hecho algo importante por usted”. Qué respuesta es esa? Por qué le dije “usted”? Quizá lo hice sentir viejo; bueno debe tener unos 45, es más viejo que yo, pero no es viejo. Soy tan estúpido que ni siquiera pienso en eso de: “me lo regaló mi hija” o en el anillo de esposo católico. Me miró a los ojos y me dijo: “gracias” otra vez y se fue, yo no dije nada, sonreí, creo.
De ahí en adelante cada día que paso por la esquina y lo veo me saluda, como si fuéramos amigos y eso, eso tan miserable y simple, me hace feliz. Me alegro como los pájaros cuando encuentran una miguita en la plaza y se la llevan a su nido. Yo me llevo sus “hola” y sus sonrisas, como si fueran poemas, canciones o murmullos de amor. En las noches pienso en él, repito mil veces la escena de la panadería, sin la frase “mi hija” y sin el anillo.
Esa tarde estaba lloviendo y pase por la esquina y no estaba. Yo pedalié lento para ver si venía acercándose, pero no se veía. El corazón se me aceleró y me sentí solo y triste. De repente mientras estaba detenido en la orilla de la ciclovía siento que me tocan el timbre, vuelvo la vista y era él, con la chaqueta y el bolso mojado me mira y me dice: “elegí el peor día para empezar a andar en bicicleta”. Su bicicleta estaba en el suelo y se le había salido la cadena, yo lo miré y dije: “no me preguntes porqué, pero yo pienso que hoy es un buen día” y nos pusimos a conversar mientras la lluvia se hacía la tonta y amainaba, como si me quisiera ayudar, como si mi suerte solitaria empezara a cambiar. No sé porque pero sé que puedo arreglar algo más que la cadena de la bicicleta en su vida, sé que después de estos vamos a ser al menos amigos y eso, para mí, no es poco.
Él afirma mi bicicleta y yo recojo la suya para empezar a acomodar la cadena, me ensució la mano con grasa y la limpio en el fierro de la señalética que señal la intersección de República con Gay.
Imagen "Paseo en bicicleta" de Antonio Fernández Molina
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