El gesto se les quedó pegado en el rostro, como una mueca, como una foto de dolor adherida a la piel. La tierra de Pisagua se los tragó a medias. El término apropiado no es ese: más bien la tierra piadosa los guardó. La gente veía la portada de El Fortín y decía:
parece que los hubieran matado ayer.
Estábamos en el Carmela, yo era del primer Centro de Alumnas elegido por las alumnas cuando volvió la democracia. Bajé las escaleras desde mi sala y fui a hablar con la directora: vamos a hacer un minuto de silencio por los muertos de Pisagua, necesito que nos deje usar los comunicadores. En el Carmela cada sala tenía un parlante en aquel entonces y desde ahí la autoridad solía informar a las alumnas sin moverse del escritorio.
"Pero qué tanto le puede a usted importar eso" me decía la directora, cuyo puesto ejercía durante años incalculables. Para una que cuando tenía 15 años, 10 ya parecen una eternidad de momia chinchorro. "La justicia no significa venganza, solo me gustaría saber quien es asesino, para que cuando me suba en una micro y vaya uno de ellos sentado, poder evitar sentarme a su lado", le respondía yo, con ingenuidad, con esa que parece no medir los riesgos de decir la verdad.
"Directora, además queremos hacer una exposición de DD.HH.". La directora no pudo decir que no, en realidad si pudo, pero no lo hizo, éramos adversarias que se miraban a los ojos y eso a veces es valorado, supongo. Nunca tuve certezas o quizás ya lo olvidé, pero se rumoreaba que la directora, Inés Huerta, tenía familiares de las FF.AA. y aunque no fuera así, de seguro era pinochetista, nadie tenía un puesto como el de ella sin serlo.
Fuimos a la sala donde estaba el micrófono y pedimos un minuto de silencio transmitido a todas las salas. La joven y anhelada democracia empezaba abrir sendas, que había que despejar. El espacio se ocupaba, la tarima se tomaba, y las palabras que una murmuraba se podía transformar en discurso, dolía la guata y tiritaba la voz.
Yo había escrito mi primera columna sobre las osamentas de Pisagua y con calcos la había reproducido, escribiendo decenas de veces lo mismo. Pegué la columna en los diarios murales de las salas. Los profesores lo leían, me miraban y no decían nada. Con el tiempo me di cuenta que eso solía pasar: la gente se traga lo que siente, sobre todo si su pellejo podía estar en riesgo.
Una mañana iba caminando al colegio y la profesora Silvia Navarro me dice: mire, le traje un boletín. Se llamaba El Manifiesto. Yo sin entender mucho lo agradecí. Llegué a la sala y lo leí. Cuando llegué a la contratapa me di cuenta que mi columna había sido publicada y aparecía mi nombre y el nombre del colegio.
Yo no lo podía creer, si yo no era nadie, solo una pendeja loca que escribía como conjuro para espantar los males o para no tragarse la amargura.
Desde aquel entonces arrastro la maldición de escribir sin sentido, sin esperar nada a cambio, ni siquiera un piropo. Solo escribo porque nunca he entendido muy bien a la gente en cuya cabeza habitan palabras que nunca tendrán sonido o caligrafía. Escribo porque en una de esas, alguien lo lee y se da cuenta que la libertad y la justicia son elementos más compartidos de los que parece.
Escribo, porque es lo único que sé hacer.
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Dieciséis años con los hombros y el pecho cubierto de tierra me han cansado la esperanza; me han cansado los sentimientos. Me ha cansado esta muerte a medias. Mi oído no recuerda más que la orden del “señor” militar y el sonido de la bala que vino a instalarse con voz de fuego en mi pecho, dejando una mancha con cara de flor. Tal vez, estoy seguro, nadie notó que mi vida se prolongó aquí entre mis compañeros de fosa, después de cerrar mis ojos definitivamente detrás de esta venda color de luna, como tu piel. Aquí, todavía cantamos y lloramos en las noches cuando escuchamos tus chillidos y lamentos, y el de nuestras semillas, que maduran con la ausencia de su sembrador.
Mil veces perdí la esperanza de volver a ver al cielo sobre mi cara y percibir la oscuridad de la noche junto a tu luminosa compañía; pero, después de décadas y tanto, escucho atento la pala excavar sobre mi pecho; y algo como mi antigua alegría me calma este pedazo de vida que aún mantengo apretada en mi mano,limpia y pura, casi eterna.
Ya no recuerdo el movimiento de la brisa, ni el olor de lo humano. ¡Que muerte tan mal nacida!, se lamentan mis compañeros.
Pero mi esperanza no fue en vano; ahí vienen a buscarme. Escucho el cavar de las palas cada vez más cerca y la voz de los dos hombres que se afanan en encontrar algo, de nuestros cuerpos. Que alivio, mi nariz se llenará de aire y mis ojos de luz.
Ya me han desenterrado a mi y a tres compañeros; pero ellos están tristes porque sedan cuenta que no habrá posibilidad de hacer palpitar las cenizas de su corazón.Tal vez mi conformismo es estúpido, porque estoy consciente de que mi condición de cadáver no me permitirá volver a vivir. Pero me siento feliz, porque el viento disparará aire sobre mi cabeza y sentiré algo, de paz.
He oído que estás a punto de llegar. Sí, ahí vienes. Son tus pasos; que hermosa estás; clara; pura. ¿Cómo estás amor? ¿Y nuestro hijo? No llores, no llores que me matas mi retazo de vida, y tus lágrimas me ahogan después de esta larga espera.Por favor tranquila; dura y serena, como en los viejos tiempos. Asume tu temple de mujer-loba; tu hijo; nuestro hijo, no te puede ver así. Recuerda que ante todo, más de la mitad de mi vida se quedó en tu pecho; en tu abrazo. Por lo tanto, tu eres responsable de hacerme vivir. Y por favor, recuerda ante todo, que siempre te amé;amé a mi hijo; a mi pueblo, a mis montañas; a mis compañeros. Ante todo siempre fui, o por lo menos traté de ser, un revolucionario; y tu dijiste, siempre dijiste, que un revolucionario no muere, nunca muere.
Erika Silva: alumna de Tercero Medio del Colegio
Carmela Carvajal de Prat. Pisagua, 02 de junio de 1990.