martes, 15 de mayo de 2007

Ella, la otra y él.

Ella mira el tronco de la parra, luego sus uñas largas, medio pintadas y llenas de tierra y de sangre. Está agotada, más cansada que cuando trabaja hasta las tres de la mañana embalando uvas en el packing. Las ramas de las parras bloquean parte de los rayos de sol que le están cayendo en la cabeza. A lo lejos se escucha el canto de los queltehues, pero no cantan para ella, pues ella ya no escucha nada de afuera, solo oye palpitar la locomotora de su corazón, que pareciera estar decidida a escaparse de su escuálido tórax.

Se da cuenta de que tiene sentimientos encontrados, no contrapuestos u opuestos, como se suele usar el término, ella ha “encontrado” sentimientos que pensó que había perdido en la lejura del tiempo.

La furia y la rabia parecían haber desaparecido, se habían diluido en la resignación cotidiana de comprobar con insistencia que casi siempre los que piensan sin mayor reparo que “la vida es así”, “es penca”, “es sufrida”, “es una mierda” tenían irrefutablemente razón. Se había acostumbrado a tragarse a borbotones la rabia de ser miserable, de tener calzones rotos heredados de su hermana mayor; de tener que comer semanas enteras tallos de acelgas fritos, de vivir en una casucha hedionda y sucia; de que su padre curagüilla no le haya dado un puto peso a su madre desde que tenía ocho años y que por esa razón tuvo que dejar la escuela cuando apenas estaba aprendiendo el rítmico “mi mamá me mima” de la página 22 de su libro escolar amarillento; de tomar té pelado en el invierno y lavarse todas las mañanas con el agua fría de la vertiente que pasaba por el lado de la casucha; de cuidar los cabros chicos que su madre no se cansaba de traer al mundo todos los agostos, año por medio, durante ocho años.

También se trago la furia que le producía las refregadas que su cariñoso patrón de 60 años le hacía todas las tardes de miércoles cuando la esposa se iba a la peluquería. Él la había pedido a su madre que se la mandara para que le sacara brillo a las manillas de bronce de las treinta y cuatro puertas de su casa; mientras ella fregaba las manillas él le refregaba su lánguido aparato. Nunca la violó, en términos técnicos, solo se refregaba. Ella no miraba, ella no hablaba, ella parecía no estar ahí. El patrón se engolosinaba con el meneo, no le hablaba, sólo de vez en cuando hacía observaciones de alguna mancha que aún persistía en la manilla o en la cerradura de la puerta.

La vida y la desesperanza era una misma cosa, como dos hermanas huérfanas y siamesas que jamás se iban a separar y ella, como buena aprendiz, comprendió que no había nada que esperar. Para ella el tiempo parece un mal trámite que se desea resolver en forma rápida para sufrir menos de hambre de comida, de hambre de cariño, de hambre de dignidad.

Nunca alegó mucho, el silencio era un refugio concurrido. En su cabeza están arrumbados sentimientos que nunca han tenido una palabra asociada, ni un chillido, ni un llanto.

Pero que le iba a hacer, la furia y la rabia se le metieron hoy en la cabeza y nada pudo hacer…

Su chala derecha está rota en el empeine y parece que su pie se fuera a escapar hacia adelante. Sus dedos tocan el barro del suelo, el barro está tibio y dulce, pues las uvas maduras aplastadas en la tierra han hecho lo suyo. Ella tirita pero por dentro; las vísceras vibran con frenesí, pero eso desde fuera no se ve. Su lengua está amarga pero ella no se detiene en esos detalles. Su frente está húmeda de sudor, el sol es inclemente bajo los parronales en enero, y esta vez no es la excepción. Sus manos, su pelo y su ropa tienen olor al azufre de las uvas.

Su ropa es vieja, gastada y surcida para hacer desaparecer los hoyos de la tela casi transparente de tanto pasarle escobillazos en la batea de madera, pero está limpia, huele a jabón barato y si no fuera porque le salpicó sangre en el hombro, estaría todavía pulcra. La sangre solo ha tocado la ropa, pues la hombrera de su blusita ochentera, le ha protegido.

En su cuello cuelga la virgen de lo rayos. Los rayos que alumbran los oscuros sentimientos no brillaron lo suficiente, pero Dios no tiene la culpa, ni la virgen, ni tampoco los rayos.

El tiempo se ha detenido, un hilo de saliva espesa se chorrea por la orilla de su boca con la lentitud dilatada de las tardes calurosas. Parece que un caracol invisible descendiera de la boca hacia el cuello dejando su mácula plateada. El rimel se resbala deprimente por la mejilla; las lágrimas, los mocos y el sudor ya son casi la misma cosa.

En el suelo, a su lado, hay una radio chica a pilas, es blanca y tiene marcas de dedos. Se escucha deprimente y mal sintonizado a Umberto Tozzi cantando “Yo caminaré”; ella lo oye pero no lo escucha, ella mira pero tampoco ve.

Está inmóvil, sus ojos miran la tijera de podar que está con la punta sangrienta enterrada en la tierra. El mango tiene cinta adhesiva café para que no le dañe los dedos al podar las parras. Por un momento lo ha olvidado todo, su mente está atascada en un embudo, hay mucha información apilada y desordenada que debiera pasar por ese conducto pequeño de la conciencia, y definitivamente el pensamiento se detuvo, no siente nada, no pasa nada. No pasa de “pasar”, no de “suceder”.

La Otra está en el suelo. La polera está empapada en sangre, parece un trapero, no solo su polera sino también su cuerpo. Las flores estampadas están mojadas, están ahogadas, están brillantes, pero también se van morir. Sus ojos están cerrados, parece dormida, pero no lo está. Cuando la vida la olvidaba no pensó en Él, ni en Ella, pensó en su madre. La vio sentada en la esquina del catre, con su pelo perfumado con colonia Coral, sacando con un fósforo los rastrojos de rush y esparciéndolo por la boca y diciendo como siempre “usted no va a ser como yo”, pero que le iba a hacer, siempre es más fácil caminar por rutas ya conocidas.

No se mueve ni lo va a hacer más, tiene moscas en la cara. Su cara aún está rosada, parece una niña bella y dulce durmiendo siesta en la tarde veraniega, ojalá fuera así, ojalá fuera verdad. En su vientre aún hay vida, pero pronto se fatigará de buscar oxígeno en un cordón morado medio retorcido y sin flujo.

Ella tiene los ojos con nubes negras, la Otra tiene un cielo apagado bajo los párpados que se pondrán irremediablemente fríos.

Ella está anestesiada e imagina un barranco que se aparece delante de sus pies. La Otra está en el fondo del barranco y aún no lo sabe.

Ella sabe que perdió, que es la que más perdió. La Otra se canso de creer infructuosamente en Dios, por eso nadie la recibió al otro lado del umbral.

Ella ahora piensa en el nombre de Él, como si solo fuera una palabra, una palabra pastosa que se atasca en la lengua al pronunciarla, es solo un sonido el nombre, no hay carne que lo afirme.

La tercera vez que pincho el corazón de la Otra, pensó solo por un segundo, “¿vale la pena?” y la respuesta fue “sí”, pero ahora no está tan segura.

Ella está sola, siempre estuvo sola a pesar de estar acompañada, la soledad la había maldecido con su compañía perpetua y que la Otra sea un estropajo seguro no empeoraría las cosas.

La Otra solo le recordó lo que Ella ya sabía, que no valía nada, que era fea, que era hedionda y le quitó algo que realmente nunca le perteneció.

Las nubes de los ojos de Ella se empiezan a correr y el estropajo rojo aparece delante, lleno de moscas. Ella mira, como si recién hubieran puesto ahí a la Otra.

Él está llegando a la casa. Se agacha y mete las manos al agua de la acequia. El agua es fría pero cristalina. A unos metros se ve como emerge de la tierra, es una vertiente pura. Se moja el pelo, el cuello y lava su cara. Está sudado, pero no hay olor desagradable, es solo olor a hombre, a macho maduro. Sus manos son callosas y grandes. Su piel es morena de tantos años al sol arriba del tractor rajándole la guata a la tierra. Es macizo y fuerte, su cuerpo es fibroso y varonil, pero no se vanagloria, él anda por la vida sin mirar mucho para el lado si no es estrictamente necesario, es callado y bruto en el trato. La gentileza y la dulzura son rarezas prescindibles. No tiene muchos amigos, no los necesita, eso piensa.

Se sienta en la banca bajo el sauce y saca la cortapluma y empieza a limpiarse las uñas, una a una, meticuloso, prolijo, certero, con la habilidad que solo da la obsesión, pues se limpiaba las manos y las uñas al menos un par de veces al día. Luego agarra un diario de hace dos domingos atrás, que se trajo de la oficina del patrón. Lo hojea y solo se detiene en las fotos y en los titulares de letras rojas. Saca un cigarro, le pasa la punta de la lengua a lo largo, así se consume más lento, según él, lo enciende y lo fuma con gozo. Expulsa el aire por la boca y lo sopla hacia su nariz para volver a inhalar el humo, así lo hacía su padre y también su abuelo.

Tiene hambre pero sabe que poco debe haber en la cocina. Se acerca al durazno, con la orilla de la camisa limpia la hoja de la cortapluma. Saca un durazno y comienza a pelarlo dejando una hebra delgada y larga de cáscara que cae al suelo. Corta trozos y los mastica sin mucho gusto, la fruta está dulce y ácida en su justa medida. Pero el preferiría que fuera un estofado caliente con una marraqueta, pero ayer Ella se acostó con cara larga, así que no le cocinó y él de esos menesteres poco sabe.

En la mañana ella se fue y él no la escuchó o no la quiso escuchar, que al fin y al cabo es lo mismo.
Él la amaba, a su manera, claro está y el problema, seguramente era ese, su “manera”. La conoció cuando eran niños y a pesar de que bonita ella no era, tenía algo en su caminar tenue, algo como el aire fresco en verano, que no se ve pero se siente y alivia. Sus ojos le parecían aguados como si hubiese llorado y esa mirada vidriosa se le aparecía en los sueños, como si tuvieran algo que decirle.

La amaba en silencio durante años pero nada hizo hasta que en la fiesta de fin de temporada, le preguntó a boca de jarro si se quería casar con ella. Nunca antes le había hablado, pero para él no era importante y para ella tampoco. Se casaron a la semana siguiente solo por el civil, hicieron una once para los ocho invitados y eso fue todo.

Entre los dos siempre había silencio y se acostumbraron a vivir así. Un día Ella se enteró que no podía tener hijos. Él la encontró sentada en el sillón, llorando, Ella le contó lo que pasaba pero el no dijo nada, la abrazó. Él nunca tuvo mucho interés en tener hijos, pero sabía que Ella sufría con la noticia, pero no podía encontrar palabras que no conocía y prefirió callar.

Él mira la única nube del cielo y se sacude las manos chorreadas de durazno. A lo lejos escucha la bulla de los queltehues y piensa en los días lluviosos de junio, necesita más sombra que sol, siempre ha sido así.

Él es en el fondo un buen tipo, lo sabe, pero Ella no le cree. Las viejas copuchentas hablan más de lo que deben y le dijeron que Él tenía otra. Ella no creyó, pero finalmente le entró la duda.

Como Él sabe que no es así ni se preocupó de las caras largas y de los silencios más prolongados que los habituales. En verano, después de la faena llega reventado y cuando se acuesta se queda dormido, por eso no notó tanta lejanía en el trato.

Él no tiene malos presentimientos, pero extrañamente no para de pensar en los queltehues que siguen gritando insistentes. Mira a su alrededor y ve el rosal, es extraño piensa, estamos en verano y tiene un gran ramo de flores rojas. Observa detenidamente las rosas y en esta ocasión le parecen más rojas.

No hay comentarios: